Al quedar probado que el maestro Julio Castro fue fría y alevosamente asesinado por uno o varios oficiales del ejército, la imagen de las fuerzas armadas quedó hecha un enchastre por enésima vez en los últimos cuarenta años. Es tan hondo el desprestigio, que el presidente Mujica debió reclamar rápidamente un pronunciamiento público de los altos mandos. De inmediato y buscando salir del paso lo más airosamente posible, los generales se declararon en estado de sesión permanente. . De puro suspicaz, uno se atreve a sospechar que este zafarrancho de combate “limpieza de imagen” puede ser obra de la febril imaginación del ministro de defensa, experto asesor en materia de preservación del prestigio y el honor de los militares.
Aunque no pidieran perdón a la sociedad, cosa que debieran haber hecho hace rato, parecía imprescindible una respuesta sincera que atenuara la indignación despertada por el descubrimiento del equipo de antropólogos. Al menos el reconocimiento de haber manejado el país a su antojo, como si fuera un gran cuartel, durante más de una década. Podían haber reconocido que clasificaron en categorías a los uruguayos y las uruguayas para vigilarlos y verduguearlos mejor; que censuraron la prensa, el cine, el cancionero popular y hasta las misas; que quemaron libros y recortaron cabelleras, barbas y bigotes; que se robaron el presupuesto de la aviación civil y de metereología; que sus razzias policiales llenaban una cuota de detenidos todas las noches; que prohibieron minifaldas y persiguieron la homosexualidad salvo en la Escuela Militar; y que, además de todo, falsificaron la historia nacional que enseñaron en las escuelas y los liceos. La concepción fascista que animó estas maldades no pertención exclusivamente a los Comandantes en Jefe, pero ellos fueron los principales ejecutores de la represión generalizada que lastimó severamente a todo un pueblo. El general Aguerre (hijo perdió la oportunidad de cambiar la historia.
Se podía aspirar a que Pedro Aguerre (hijo) reconocería que el ejército torturó masiva y sistemáticamente decenas de miles de uruguayos y uruguayas, que los sometió a plantón y capucha, picana y submarino, golpes, colgada y caballete, vejámenes varios y violaciones al por mayor. Que arrepentido de tanta inhumanidad, repudiaría el haber aplicado tan concienzudamente la metodología aprendida en la Escuela de las Américas, esa que EEUU continúa empleando y enseñando contra los pueblos del mundo. Imposible esconder el sadismo, la crueldad y la morbosidad de los uniformados tras la fachada de los Bordaberry, Aparicio Méndez, Juan Carlos Blanco y la caterva de reaccionarios que se integró a la dictadura. Hay una indiscutible responsabilidad del ejército como institución.
Se podía creer que Huidobro, inspirado, había convencido a Pedro Aguerre (hijo) para que confesara públicamente que el ejército es responsable de los asesinatos que cometió desde 1972 en adelante, los de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, William Whiletow y Rosario Barredo; de Luis Carlos Batalla en Treinta Tres; de Nelson Berreta, Blanca Castagnetto, Juan Diógenes Álvares, Carlos Rodríguez Ducós, Aurelio Fernández, Eduardo Ariosa, Héctor Clavijo Quirque y Gustavo Couchet; de Roberto Luzardo, Leonel Martínez Platero, Marcos Suárez Píriz, Bernardo Blanco, José Pérez Lutz; de Daniel Banfi, Mario Camuirano, Luis Latrónica, Guillermo Jabif, Carlos Hernández Machado, Helios Serra, Eduardo Del Fabro, Julio Rodríguez Molinari y Luis Camacho en Buenos Aires; de Domingo Irazábal y Julio Larrañaga en 1974; de Celso Fernández, Maria Karaian y Raúl Melogno en mayo de 1975; de Walter Medina; de los “mártires de la 20”: Luis Alberto Mendiola, Elman Fernández, Raúl Gancio, Ricardo González, Justo Sena, Ruben López, José Abreu y Héctor Cervelli; a los “cinco de Soca”: Graciela Estefanell, Daniel Brum, Floreal García, Maria Corbo y Mirta Hernández; de las “muchachas de abril”: Silvia Reyes, Laura Raggio y Diana Maidanik.
Uno anhelaba que Huidobro hubiera convencido al comandante para que asumiera la responsabilidad por los asesinatos de Gerardo Alter y Walter Arteche, Leonardo de los Santos, Hugo Dermit, Juan Fachinelli, Pedro Lerena, Edison Marín, Eduardo Mondello y Walter Sanzó, que murieron cuando eran torturados por oficiales de ese ejército que se reivindica hipócritamente continuador del artiguista. Y, además, por los de José Artigas, Roberto Barbeito, José Campal, María Bonilla, Hugo Castro, Raquel Culnev de Mallarino, Jorge Dabo, Rodolfo Fernández Cúneo, Marcelino García, Miguel Goitiño, Jorge Leivas, Victorio Méndez, José Nieto, Ariel Ozer Ami, Mirtho Perdomo, Juan Pino Garín, Horacio Ramos, Yamandú Rodríguez Olariaga, Rodolfo Rolando, Edgar Sosa, Ángel Yoldi, Manuel Toledo y Adolfo Wasen, víctimas de homicidio por omisión de asistencia, mala praxis médica o, lisa y llanamente, homicidio con premeditación y alevosía cometidos en el Penal de Libertad y en el Hospital Militar.
¡Una lista impresionante de asesinados!
No se puede responsabilizar al ejército uruguayo por los homicidios de Rutilio Bentacur y Hugo Cacciavillani (fueron los argentinos), los de Carlos Modernell y Antonio Vulcano (a manos de los colombianos) y los de Arazatí López López y Daniel Ferreira que corrieron por cuenta de los chilenos... pero no ahy dudas de que el ejército es responsable de su participación activa y de su complicidad en las operaciones del Plan Cóndor, acciones decididas y orquestadas por las fuerzas armadas del Cono Sur, una campaña sistemática de secuestros de niños, vuelos de la muerte, desapariciones forzosas y asesinatos que contabilizó unos trescientos crímenes de lesa humanidad cometidos por miembros del ejército uruguayo en complicidad con los chilenos, argentinos y paraguayos. Era de suponer que Aguerre (hijo), inspirado por el ministro, saldría a la prensa para hacerse cargo de tanta ignominia y reconocer la culpabilidad del ejército en esos crímenes con mucha vergüenza.
Eleuterio Fernández Huidobro fue de los primeros en organizar y convocar a la lucha guerrillera en el Uruguay. Es un hecho histórico innegable. Por eso, Huidobro no puede eludir las responsabilidades éticas y morales que surgen de estar entre los que iniciaron un proceso donde perdieron la vida cientos de compañeras y compañeros. Uno podía pensar que Huidobro estuviera abrumado por toda esta sangre compañera derramada y que, además, aprovechandp sus bien trabajadas y trabajosas “relaciones íntimas” con la oficialidad, lograría hacer que el mensaje del ejército marcara un camino de verdad y justicia. Se podía esperar un mínimo de dignidad por parte de los protagonistas.
“El Ejército Nacional no aceptará, tolerará ni encubrirá a homicidas o delincuentes en sus filas. Hoy estamos hablando de delitos, y esa es una línea que este comandante y su Ejército no traspasarán”, afirmó Aguerre (hijo) a la prensa y, por su intermedio, al soberano.
Si Aguerre (hijo) no quiere proteger ni encubrir delicuentes, tiene en sus manos los recursos necesarios para descubrir la verdad y denunciar los culpables en la justicia penal. Basta con revisar los archivos del ejército, identificar las unidades militares que actuaron en cada caso y pedir el procesamiento de los jefes de cada una de ellas, responsables jerárquicos de los crímenes cometidos por el personal bajo sus órdenes. Es muy sencillo, no tiene nada de misterioso. Con un poco de compromiso, Aguerre (hijo), Huidobro y Mujica pueden abrir una brecha rumbo a la verdad y la justicia. Si no se investiga y descubre quienes fueron los mandos responsables, es porque, pese a los dichos en la prensa, la voluntad política es proteger y encubrir los criminales.
Desde la década del ’70, las fuerzas armadas vienen mintiendo descarada y públicamente para sostener la impunidad de los criímenes de lesa humanidad. No tuvieron empacho en negar la tortura y las desapariciones forzosas con hipócritas e increíbles justificaciones. No sólo tergiversaron la información que daban al pueblo uruguayo, sino también a Venezuela cuando el secuestro de Elena Quinteros y a la mismísma comisión de DDHH de las Naciones Unidas.
Cuando la movilización popular amenazó con llevar a Gavazzo a la justicia en 1986, el general Medina sacó un comunicado minimizando y desvirtuando los crímenes del terrorismo de Estado como una “pérdida de puntos de referencia”. Culpando de los crímenes a una banda de delirantes y a la responsabilidad individual de unos pocos malvados, se pretendió tapar con diarios la responsabilidad de la “Institución Armada”. De ese clima nació la ley de Caducidad.
Estos mismos generales al mando de Huidobro y de Aguerre (hijo) son los que mintieron a la Comisión para la Paz, mintieron a Madres y Familiares y corrieron a solidarizarse con el general Dalmao cuando fue procesado por el asesinato de Nibya Sabalsagaray. ¿Cómo creerles que no protegen ni encubren los crímenes cometidos por oficiales del ejército al que pertenecen?
Ahora, cuando a confirmación de la infamia volvió a dejar el “prestigio” de las fuerzas armadas por debajo del nivel del mar, el ministerio y los mandos lanzan otra “operación mentira” para engañar y manipular a las organizaciones populares y a la opinión pública. “Este es un primer paso” dijo el presidente Mujica y repiten a coro muchos personajes de la política y los medios de comunicaición. ¡No señores! Es otro paso más de una larga cadena de operaciones mentiras cuyo propósito es crear el clima subjetivo que necesita la impunidad, hacer digerir un sapo intragable, abrazarse con las culebras más peligrosas de estas tierras.
Luchamos por la memoria y, paradójicamente, padecemos de amnesia en el cortísimo plazo. Luchamos por la verdad y, sin embargo, creemos mentiras insostenibles. La ingenua credulidad abre paso a la impunidad.
Abrazos
Jorge Zabalza
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