Por aquellos tiempos en que tejíamos amores en los campamentos “peludos”, nos cayeron encima unas medidas prontas de seguridad. El 7 de octubre de 1965 las decretó el colegiado con mayoría del Partido Nacional, su ala “liberal conservadora” integrada por los mismos apellidos que hoy nos gobiernan. Su liberalismo nos les impidió apoyarse en la ley para instaurar un régimen de excepcionalidad dirigido a controlar las movilizaciones obreras.
Símbolo de su violencia institucional, fue la foto de Juan Carlos “Pocho” Hornos, militante del vidrio, a quien la policía colgó del arco de la cancha de “El Puente”, a orillas del Pantanoso, el emblemático “paralelo 38”. La democracia formal, burguesa y liberal, tenía peores antecedentes: en 1961 un policía enfurecido había asesinado a Walter Motta, militante sindical de la industria de la carne. Bastaba un poco de barullo obrero para que los liberales se quitaran la careta y sacaran a relucir los colmillos del poder. En esos días, el 22 de octubre, en el semanario “Marcha”, Carlos María Gutiérrez, el Negro, publicó una columna titulada “Arizaga no existe”.
Relataba en ella la detención de Julio Arizaga en jefatura de policía. El directorio de OSE había proporcionado a la policía una lista de “sospechosos” que incluía a Arizaga, por su militancia sindical, pero, también y principalmente, por ser fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Gutiérrez denunciaba que Julio había sido sometido a torturas.
La información de la policía, “veraz y transparente”, contaba que el Canario se había auto flagelado y que, posteriormente, estando internado en el Hospital Militar, atacó al custodio, le sobrevino un shock nervioso y se golpeó la cabeza contra las paredes y la tarima. En el juzgado pudieron constatar que su cuerpo y la cara estaban tapizadas con hematomas, quemaduras de cigarrillos, cortes y arañazos. El juez decretó la libertad de Arizaga, pero, apenas traspuesta la puerta del juzgado, fue nuevamente detenido y nuevamente torturado.
A Julio Arizaga no lo amparaba ninguna constitución de la república, no había ley ni habeas corpus que lo protegiera… no tenía derechos ni libertades… “no existía” para la república democrática. En “Marcha”, noviembre de 1965, el maestro Julio Castro caracterizó esas circunstancias: “reinado de los torturadores”.
El terrorismo de Estado no nació de un repollo, lo precedió una escalada de actos preparatorios, el período que los intelectuales liberales y conservadores necesitaron para fundamentar la violencia institucional. Los acicateaba la molesta sensación de que el pueblo uruguayo podía hacer una revolución parecida a la hecha por el cubano. Recién luego llegó la brutalidad descarnada.
A fines de los ’50, principios de los ’60, fueron surgiendo las teorías que postulaban una especie de “contrarrevolución preventiva” para defender la “libertad” y el Estado de Derecho. Académicos, historiadores e intelectuales liberales, orgánicos de los partidos institucionalizados, satanizaron bajo el término “antipatria” a la izquierda no institucionalizada, argumento que justificaba el recurso a la represión violenta.
Aparecieron las organizaciones del activismo reaccionario: MONDEL, ALERTA y el MEDL, todas usaban el término “Libertad” en sus siglas. Fueron el anticipo directo de la Juventud Uruguaya de Pie (JUP), fundada en 1970. Manifestaban que los asistía la razón y la fuerza, pues contaban, en especial, con el respaldo de las fuerzas armadas. Proclamaban no temer el recurso a la violencia, se preparaban para todas las formas de lucha y así irrumpió el Escuadrón Caza Tupamaros. Otra expresión de esas ideas la concretó el general Mario Aguerrondo al organizar la logia de la triste fama.
Ocho años después de la tortura impune a Julio Arizaga, las fuerzas que fue acumulando la reacción más extrema dieron su golpe de Estado. Ya contaban con las ideas y los argumentos, la organización de su militancia, el necesario apoyo electoral y habían colonizado importantes sectores de las fuerzas armadas, aspecto, éste último, en el que contaron con la invalorable colaboración de la Escuela de las Américas.
En 1985 los militares de la dictadura se retiraron de manera ordenada a sus cuarteles. Políticamente desgastados, pero no derrotados; culpables, pero sin remordimientos, intactas sus convicciones y su manera de interpretar la realidad. Conservaron tanta fuerza en lo moral y lo práctico, que los partidos políticos se sintieron obligados a conceder la impunidad. Fue el peaje que pagaron para que los milicos permitieran la restauración institucional. Wilson Ferreira Aldunate no se avino a las exigencias planteadas en el Club Naval, pero, luego, dio sus dos pasos atrás y respaldó la inmoral caducidad.
Las ínfimas mayorías electorales obtenidas en 1985 y 2009, reafirmaron el modo de pensar y de sentir de los impunes. Con la moderación la izquierda cuestionadora del sistema y del capitalismo, se transformó en progresismo, otra versión liberal, que los llevó a ser apoyo de la democracia formal y burguesa, esa que los poetas de las ciencias sociales califican de “altísima calidad”. Hoy en día el Uruguay es un “paraíso de la impunidad y de la paz entre oprimidos y opresores”, una excepción en este continente convulsionado, la rediviva Suiza de América.
De repente, el 2 de febrero del 2010, una joven mujer, jueza de Penal de 7° Turno, condenó a 30 años de prisión al golpista Juan María Bordaberry. En la sentencia, la doctora Mariana Mota demostró que el dictador era culpable de atentado a la constitución por dar el golpe, de nueve delitos de desaparición forzosa y de los homicidios políticos de Ubagésner Cháves Sosa y Fernando Miranda. Lo acusó por no haber hecho nada para impedir la muerte de 29 personas torturadas entre mayo de 1972 y mayo de 1976.
Tampoco esa sentencia histórica nació de un repollo, fue abonada con el duro batallar contra los diferentes pactos de impunidad que nos atraviesan. El dictamen hizo saltar los acuerdos explícitos e implícitos que sostenían la “muralla” de protección a los criminales. Fue un elefante que rompió la corrección política que reinaba en el bazar de impunidades. Condenar a Bordaberry por dictador significó colocar un punto final a las justificaciones para no hacer nada. Punto final a las aspiraciones “dar vuelta la página” que se esconden en los recovecos de los partidos institucionalizados. Mariana pateó el nido de la partidocracia interesada en mantener el statu quo acordado en el Club Naval. Quedó en la mira de todos, del liberalismo conservador y del liberalismo progresista. La persiguieron por igual Jorge Batlle, Gonzalo Aguirre y Fernández Huidobro (que la acusaba de haber procesado sin pruebas a su amigo, el general Calcagno). La persecución culminó con su traslado del ámbito penal al de los juzgados civiles, un acto político de reafirmación de la impunidad de los crímenes de lesa humanidad.
Nueve años después llegó el disparate judicial que condena por “atentado” una protesta pacífica, la criminaliza. Deja la sensación de que, en verdad, este período de institucionalidad republicana es, más bien, un lento transitar entre dos dictaduras, la que se retiró en 1985 y la que acecha desde los cuarteles, la que vendrá, apenas sientan que acumularon las fuerzas necesarias. Como decía Enrique Cadícamo en su tango “Por la vuelta”: “la historia vuelve a repetirse”.
Jorge Zabalza
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