ANTESALA
30 de noviembre del 2020.
Jorge Zabalza
El día que murió la abuela Joaquina, los mayores fueron a velarla y los nietos quedamos en casa. Con el Mono, mi primo mayor, subimos a Ricardo a un carro de cuatro ruedas a cuya baranda atamos un ventilador de mesa a modo de hélice y empujamos al “avión” cuesta debajo por la calle Treinta y Tres. Cuando quisimos acordar, mi hermanito iba a toda velocidad, rumbo al Mercado Municipal, hasta que, en la estación de nafta del Negro Scuarcia, el rodado desbarrancó y el niño cayó al suelo. Alarmados el corte en la frente llamaron a mi padre. Cumplimos una condena de más de un mes sin salir. Fue su cicatriz de iniciación, adquirida con poco más de un año de vida.
A los diez años, más o menos, ya se enojaba al menor vientito y por eso le decíamos Gallo de Lata. Jugábamos al fútbol en la calle José Enrique Rodó, frente a la casa de mis tías. Sin querer, la pelota terminó en el patio de las veteranas señoritas Castro. El Gallo subió a mis hombros, se encaramó en el muro de dos metros y saltó adentro. Agarró la pelota y la devolvió a la calle. El perrazo salió de la nada, Ricardo corrió como quién vio al diablo, trepó el muro y saltó encima mío, pero, el bicho alcanzó a arrancarle un pedazo de pantorrilla. Con un susto de película, lo llevé a “cacunda” hasta lo del tío Beto, que no era médico, pero tenía una farmacia. Le dieron los primeros auxilios. Esta vez la condena duró un par de meses.
La tercera vez ya estaba en el liceo y yo en primero de preparatorios. Queríamos entrenar para cazar cotorras en el Parque Rodó. La Intendencia pagaba un vintén por cada una, para que la orquesta municipal pudiera tocar sin que el bicherío armara escándalo. Ricardo se paró en el patio del fondo con el brazo estirado y empuñando una pistola de plástico. Yo apuntaba con la chumbera desde la azotea. Después cambiaríamos de roles. El chumbo se lo extrajo de la mano el tío Beto. Entre pulgar e índice llevó para siempre un bulto que recordaba su valor y mi buena puntería. Papá partió la chumbera contra la escalera y yo cumplí una condena de tres meses.
Ricardo llevaba sus cicatrices con orgullo de vasco. Las sentía como condecoraciones por lindos recuerdos de aquella infancia sin hambre, preocupaciones o dolores, transcurrida bajo una protección invisible e intangible, como en un ensueño, inocentes de realidad.
Allá por el 2013, con Veronika y un grupo de compañeres creamos la “Fundación Ricardo Zabalza”. Nos proponíamos un centro dedicado al trabajo social que abarcara, principalmente los temas de la adolescencia barrial, maternidad y drogadicción. Empezaríamos en Santa Catalina y el Oeste montevideano, territorio que conocía bastante a fondo y, después de esa primera experiencia, ver hasta donde podíamos llegar. Fueron largos los trámites para obtener la necesaria personería jurídica. En el interín salió la idea de escribir una biografía de Ricardo y, grabador en mano, con Veronika nos fuimos a Minas, buscando testimonios. Las entrevistas abarcaron el espectro social minuano, porque la realidad de nuestros primeros años de vida oscilaba entre ambos polos sociales. Zelmar Riccetto (hijo) lo definió con certeza: “Ricardo era un andariego, andaba por los barrios, jugaba al fútbol en todos lados, allá en la Cañada y en el Barrio Olímpico, ahí lo conocí. Iba todas las tardes a jugar, ¡y jugaba muy bien!”. El fútbol era nuestro centro de interés. Si no estábamos jugando (en el recreo de la escuela, al salir de ella, en la cancha de lo “Bomberos” o en el campito de la ANCAP), nuestras conversaciones adolescentes giraban en torno a Maracaná, el mundial del 54, la selección de Lavalleja de los 60, el Peñarol del 49 y el del 66. Vivíamos coleccionando figuritas.
El “Adelita” Vázquez y el “Gallo” eran amigos del alma. Nacieron para jugar al fútbol, dotados de esa plasticidad de artistas, que les permitía dormir en el empeine la pelota que caía desde las nubes como llovida del cielo o amagar para desconcertar al rival antes de gambetearlo. Ricardo jugó en el “Zamora”, el cuadro de la cañada, a la que escribió Carlitos Porrini y cantó Daniel Viglietti, zona de familias laburantes y humildes, con una identidad barrial muy fuerte. El fútbol nos hizo abandonar la sobreprotección social y política del apellido y aventurarnos en mares abiertos y procelosos donde no era sencillo navegar. La escuela pública, la plaza de deportes y el campito (en mi caso, jugando al básquetbol) educaron nuestra sensibilidad social hasta convertirla en solidaridad con el oprimido. La antesala del suicidio de clase.
Los técnicos del “Zamora” fueron los dos Mariano Vázquez, padre y hermano mayor del “Adela”; se puede afirmar que influyeron en la formación del carácter de Ricardo bastante más que muchos de sus maestros y profesores. Entre los testimonios grabados, escojo el del “Adela”: “…vengo a hablar de Ricardo, por eso, porque fue una excelente persona, un muchacho muy humilde, el no tenía prioridad, porque nosotros no podíamos vincularnos con las personas pudientes del centro, del Club Minas. Había dos clubes acá, el Minas y el Democrático y la mamá lo mandaba al Club Minas, a los bailes infantiles, pero Ricardo optaba por sacarse la corbata y irse con nosotros al bar del famoso Carlos “el Chila” Porrini. Ahí estaba la famosa Cañada Zamora. Ahí nos criamos los once hermanos de la familia Vázquez Ayusto”.
(…) “nosotros andábamos todo el día en la vuelta del deporte, en la plaza se hacía atletismo, se hacía boxeo y el profesor [Radamés] Ventura inauguró el campeonato de los barrios. No teníamos camisetas y ahí hicimos la rifa y el “Loco”Augusto nos compró todas las rifas. Ahí mismo, en la esquina de Sarandí y Batlle nos compramos las medias y las camisetas en lo del “Turco” Elías. Mi cuñada nos cosió los números a las camisetas y ganamos el campeonato de punta a punta.” (…) “Ricardo vino cuando se formó el Zamora de baby, que lo trajo mi hermano Mariano que le decían “Galarza”. Y ahí empezó la amistad conmigo… ¡bah! Yo lo conocía de la Escuela N° 2, pero ahí nos hicimos amigos, bien amigos, pues.”
(…) “No fui al sepelio de él, ni nada, pero siempre lo voy a recordar, fue mi gran amigo, una gran persona. Un muchacho excepcional, humilde, aunque fuera de buena posición. Yo tenía doce años y la persona del centro era del centro y los del barrio éramos del barrio, pero Ricardo siempre se venía para el barrio. Andaba en una bicicleta, como dice Zelmar, la bicicleta azul, andábamos dos o tres arriba. Voy a decir una cosa que tenía él, todo positivo era, porque era estudioso y cuando llegaba la hora de tenerse que ir a estudiar, él se iba, aunque tuviera que ir a jugar al futbolito. Ricardo era ese hombre, el tío que yo tuve era Ricardo, porque si tenía frío se sacaba el buzo y me lo daba”. (..) “Ricardo venía a la casa de nosotros, papá arreglaba cocinas en esa época. Después Ricardo empezó a traer al Chucho y lo trajo a jugar al Zamora, después empezaron a venir varios del centro a Zamora”.
(…) “Entonces, fuimos a jugar al Platense en Montevideo a un campeonato que organizaba Nobel Valentini. Nos llevaban en Corporación de Ómnibus, televisaban en directo los partidos, eran las primeras televisaciones en directo de baby fútbol, jugábamos de tarde y nos ayudaba el Veco Laferranderie, que era de Minas y estuvo en “El Gráfico” de Buenos Aires. Nosotros fuimos a jugar ese campeonato, Ventura no acompañaba y mi hermano dirigía, iban Badiola, García, Alfredo Tellechea, que eran directivos. Tomábamos el ómnibus en la Plaza Libertad, a las doce del mediodía nos íbamos. El famoso Lungo Cubas, un hombre muy pobre, que vendía números de lotería y hacía letras de murga, venía con nosotros. Cuando llegábamos al Platense, (se pueden imaginar que mi padre no nos podía dar dinero) yo iba con los zapatitos a jugar. Llegamos al Platense y era de parqué el piso y nosotros llevábamos zapatos de fútbol, entonces el Veco nos consiguió que nos prestaran calzado para poder jugar en esa cancha”. [El problema del calzado era grave para aquellos gurises. Siempre que cuadra, el Indio Armanetti me cuenta cómo el Gallo se sacó sus championes nuevitos y se los regaló en los baños del Platense para que pudiera entrar a jugar].
(…) “Era un campeonato nacional de la liga uruguaya” (…) “Y empezamos a ganar y a ganar y empezaron a alentar ¡Lavalleja, Lavalleja”! El Platense estaba lleno, era un bochinche bárbaro y jugábamos con orejeras, era otro mundo para nosotros, acostumbrados a jugar en el pastito de la plaza deportes”. (..) “Volvimos al pueblo y todo el mundo nos esperaba, nos aplaudía y gritaban”.
(…) “Yo quisiera volver a tener la convivencia que tenía con Ricardo, porque no la pago con nada, no hay dinero que valga eso. Volví a jugar en cuarta y en tercera con Ricardo, fue cuando comenzó a andar en la famosa Vespa. Íbamos al Teatro Lavalleja a jugar al casín, que Ricardo era el uno. Fuimos de esos niños que nunca tuvimos maldad con nadie, simplemente queríamos divertirnos, jugar al fútbol, jugar al futbolito, jugar al casín. Le gustaba el casín pero nunca dejó el estudio, por eso digo Ricardo fue un muchacho qué... ¿cómo decirles? Lo veo siempre con la sonrisa y un agujerito acá en el costado, esa sonrisa que no dejaba nunca, y el día que se enojaba, ¡era bien bravo! Por eso le pusieron Gallo de Lata”. (…) “toda crianza de buena cepa, no era de hacer picardías, no había esa maldad, esa era la crianza que teníamos. Jamás tuve un lío con Ricardo, una sola vez lo vi llorando, pero fue cuando perdimos el invicto de 49 partidos sin perder. Creo que fue con el Molino Viejo o los Buzones. Y me echaron a mí, entonces. Estábamos en la plaza de deportes, en las jaulitas de los vestuarios, entonces me dijo “por culpa tuya perdimos”, me acuerdo que se estaba sacando las championes, como yo era que hacía los goles, “pero Ricardo no seas malo, si me el juez me echó, que culpa tengo yo”. Teníamos trece años, pero llegábamos a los catorce y ya no podíamos jugar más, después pasamos a cuadros de la liga, él jugo en Central y yo en Sportivo”.
(…) “Yo terminé sexto y fui a trabajar con mi padre, fuimos juntos a la selección y salimos campeones del Este…después se fue para la facultad. Y un día me dijo en el Café Oriental, había música, yo andaba con la barrita del Sportivo, y él venía saliendo, con un chaleco y siempre con la sonrisa. ¿Cómo andás? Yo bien, pero me metí en una cosa que no te puedo decir qué es y yo no se lo dije nunca a nadie. Estaba con Marianela, fui y lo abracé y le pregunté y me dijo eso. Vino con esa sonrisa. En la puerta del Oriental, un domingo, él se iba el domingo de noche para Montevideo.”
(…) “Y un día vino mi hermano y me dijo “me lo mataron al Ricardo”, el día que lo mataron en Pando fue el peor día de mi vida. Después me encontré con el padre de Ricardo. Me hablaba para ver si yo le hablaba de Ricardo, pero nunca le hablé. Don Pedro era un buen tipo. Siempre me quería dar trabajo, pero nunca me gustó la política, ni quiero saber de nada. Éramos sanos con Ricardo, nos dedicábamos a compartir. Ricardo, si fuera ahora, no sé lo que sería acá en Minas, porque era bueno, bueno mismo”.
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